Yo nunca realmente me fui
Porque al partir, pensaba injustamente en cómo iba a extrañar a mis amigas, y con ellas a sus hijos, que se habían convertido en mis sobrinos y, sobre todo, en una prueba palpable de mi capacidad expansiva de amar (y ser amada). Iba, sin duda, a extrañar a mi mejor amigo, mi aliado. Observaba desde lejos todos sus logros, deseando profundamente formar parte de ellos. Su sentido del humor seguramente aliviaría mis días. Pero había decidido atreverme a vivir lejos de él y lejos de todo el amor que el trópico me proporcionaba.
Dejaría atrás las conversaciones con mi tía Esther y escuchar a mis tíos hablar de su niñez . Me atrevería a vivir lejos de mi madre, que adémas era mi amiga. Extrañaría ver la nueva vida de Perla, en la que seríamos vecinas, y estaría lejos de la sororidad que Janeth siembre me daba; Ya no podríamos hacer planes creativos con Bea, ni filosofar con Abril… y ya no iba a escuchar a Vicky cantar.
Estaría entonces alejada de todo ese amor, del calor, aquel del que tanto me quejaba. Ya no podría ir al mercado y escuchar que me llamaran mi reina ni mi amor.
¿Cómo podía atreverme a vivir lejos de todo eso?
Me habia hecho valiente, quizás
Despedirme todos los años, me encogía el corazón cada vez más, o quizás lo fortalecía, no estoy segura aún. Mi angustiada nostalgia me asaltaba, especialmente en los primeros días después de mi regreso. Esas primeras semanas eran cruciales para el impulso; un recuerdo, un suspiro, cualquier cosa podía desviarme y convertirse en un portal para transportarme de regreso.
Consciente del privilegio de mi migración, mis sentimientos seguían siendo válidos y las razones por las que lo hice, se comenzaban a revelar facilmente. De hecho, no tenía que explicárselas a nadie. Tod@s lo entendían.
Entonces vivía siempre así, de manera paradójica, ya que la misma ciudad que me desplazó era el lugar al que siempre soñaba con regresar.
Dejé atrás el ruido y el calor en busca del bienestar. Me deleitaba en mi recién descubierta libertad, caminando sin temores ni preocupaciones sobre mi vestimenta o la inseguridad. Comenzaba a valorar los viajes en tren y los momentos en los parques, especialmente cuando el sol brillaba con fuerza y desaparecían todas las quejas que pudiera tener. Apreciaba entonces el espacio que me permitía sumergirme en la diversidad cultural entre mis amistades y en la nueva familia que estaba formando mientras vivía fuera.
Pero algo seguía siendo innegable: Yo nunca realmente me fui.
Seguía ahí, en todas ustedes, en sus memorias, en sus abrazos; permanecía viva en mi mamá.
Siempre estaba presente, como la niña que fui y en cualquier otro proyecto al que le entregara el corazón.
Yo nunca realmente me fui, porque cada cosa que hacía, o quería, la hacía pensando y recordandome de dónde venía.
Yo nunca realmente me fui, porque todo lo que me había construido seguía en mí. Estaría siempre en cada recorrido y en cada tarde bien conversada.
Ahí quería quedarme.
Yo nunca realmente me fui, porque llevaba el indio en la piel, en mi acento y en mi memoria. También en esa esa capacidad tan talentosa de encontrarle doble sentido a todas las cosas.
Yo nunca realmente me fui, porque una realmente nunca se va de donde nace, de donde crece y de donde una aprende a amar.